La sutil y húmeda brisa invadía como
propietaria del pensamiento, de cordura no quedaba más que el recuerdo de la
tenue luz del ocaso, en aquel sórdido cuarto, en aquel oscuro aposento;
resonaban con extrema agudeza chillidos desde, lo que en la poca orientación
que permitían las condiciones, parecía ser la esquina de la habitación, de
igual manera ojos carmesí que parecían penetrar en el alma. A un ritmo
perturbador caían residuos de la anterior tormenta, los cuales causaban un eco
de monotonía indescriptible, ante lo cual, los pequeños restos de cordura se
sumían en un vórtice de desesperación.
La eterna oscuridad no
distinguía entre día y noche, castigaba de manera tajante la perpetua tiniebla.
La imponente vista del vacío dejaba ver solo la proyección del miedo mismo,
esto a tal punto que parecía iniciar conversación con los restos culposos de
actos, de los cuales la memoria había prescindido, no obstante no dejaban de
provocar un paralizante escalofrío, sin contar la confusión implícita en el
sentir de un miedo infundado.
El tiempo, de cuya
relatividad no se tiene conciencia, hasta que su percepción carece de sentido
ante la ausencia de esta, transcurría desbocado, lo mismo daba un día que un
año. Al carecer de cronología se continuaba perpetuamente en la agonía, la
dulce compañía del susurro del silencio, y los disturbios de arcaicos
razonamientos que insistían en la creación de delirios ininteligibles, que solo
sumaban tortura a la estancia, en aquella habitación rancia, de la cual salida no
parecía haber en vida, esto si vida fuese una alternativa, en aquella mazmorra,
aquella agonía perpetua y aterradora…